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EL GRAN ESCRITOR WILLIAN FAULKNER.

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POEMAS PUBLICADOS EN POETAS DEL MUNDO.

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HOMENAJE A UN GRAN ESCRITOR.

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UNA APROXIMACION A LA OBRA LITERARIA DE LA POETISA MEYRA DEL MAR

UNA APROXIMACION A LA OBRA LITERARIA DE LA POETISA MEYRA DEL MAR
AUTOR, CESAR MOLINA CONSUEGRA.

MEYRA DEL MAR.

MEYRA DEL MAR.
Una aproximacion a la obra literaria de la poetisa meyra del mar..Un homenaje a su memoria!!

Una aproximacion a la obra literaria de la poetisa Meyra del Mar

Una aproximacion a la obra literaria de la poetisa Meyra del Mar
El autor..CESAR MOLINA CONSUEGRA.

LA CORONELA MANUELA SAENZS

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LIBERTADORA DEL LIBERTADOR.

HASTA SIEMPRE LUIS VITALE!!

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TE QUEDARAS CON NOSOTROS!!

HOMENAJE A MIGUEL HERNANDEZ EN ALICANTE.

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POETAS DEL MUNDO EN EL ACTO.

ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR.

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UNA VIDA EN CASA DE LAS AMERICAS.

TURNER EN EL MUSEO DEL PRADO DE MADRID.

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UN CALIDOSCOPIO PARA APRECIAR SU ESTILO.

AQUILES

AQUILES
LA INUTIL SED DE VIOLENCIA.

viernes, 13 de noviembre de 2009

NOTAS SOBRE EL GRAN POETA ALEMAN VON SHILLER.

El más grande poeta de la lengua alemana se llama Friedrich Von Schiller, muy por encima de Goethe y de Heine. Y lo digo no sin antes comentar que lo he leído en profundidad, como a ningún poeta de la lengua germánica. Goethe nos conmueve con su poesía existencialista, con su escritura que arranca el alma humana; Heine tiene la capacidad de contener en sus poemas, la mayoría cortos, un manejo del lenguaje sin precedentes; Schiller, en cambio, creó todo un mundo poético. Es una lástima que la traducción más conocida de su libro Poesía Filosófica sea tan mala. Y decir que la publicó Hiperión. En esta apuesta, lamentablemente, se equivocaron sobremanera. Primero que todo, en el idioma original, Schiller sigue la rima alejandrina y endecasílaba cuya tendencia es notoria en aquellos tiempos. la traducción, muy al contrario, deja el verso libre, rompiendo la estructura armada por el alemán. Está bien. No estamos para retroceder dos siglos en la evolución en la palabra poética. Sin embargo, digo yo, el traductor español no mantiene la esencia ni el ritmo que se desgaja por las páginas de la obra, mas bien, la distorsiona por completo. He querido traducir semejante obra, manteniendo el verso tal cual se halla en alemán, y la tarea es demasiado agotadora. Apenas si llevo tres páginas. Además, me digo de nuevo, me pregunto, si tiene algún sentido hacerlo. Dejé la tarea así, inconclusa por el poco tiempo que me queda, y quizá algún día termine de discernir no solo la sinfonía de aquellas palabras magistrales, sino recoger su presencia en aquel libro maravilloso, una imagen de soldado, de sensitivo, de extraordinario.

sábado, 24 de octubre de 2009

RECORDANDO A JORGE GARCIA USTA.

JORGE GARCÍA USTA
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Presentación:
Iris Hofman

Palestina en la poesía colombiana:
dos poemas de Jorge García Usta
El fenómeno de la presencia árabe en América está aún poco estudiado, no sólo en América sino también en España. Es un tema apasionante, sobre todo, por la aportación de los inmigrantes de origen árabe en los países de acogida, tanto en la América del Norte como en la América del Sur. En este último continente fueron llamados los "turcos", debido al hecho de que, a partir de 1850, las vicisitudes que asolaban al imperio otomano producían sucesivas oleadas de inmigrantes de origen árabe, expulsados por o huyendo de los desastres políticos, sociales y religiosos. Durante los años 1880-1930 la llegada a América de los "turcos" era continua; a Colombia llegaron entre 5.000 y 10.000 sirio-libaneses. Más tarde, en el año 1948 (creación del estado de Israel) y en los años 1975-1989 (guerra civil libanesa), miles de personas procedentes de Oriente Próximo buscaban paz y nueva vida en tierras americanas.

El escritor colombiano Jorge García Usta (1960, Ciénaga de Oro), poeta y periodista, es nieto de un artesano de Damasco, Jorge Usta, que arribó al Valle del Sinú (N. Colombia) a principios de siglo y se casó con Esquilla Farrut, llegada más tarde. De los sueños, aspiraciones y nostalgias de los "turcos", su descendiente Jorge García Usta compiló el poemario El reino errante, subtitulado poemas de la migración y el mundo árabes y fue publicado en Cartagena (Colombia) en 1991. Es un breve y bello poemario de treinta y dos poemas, plasmados en cuarenta y cuatro páginas, con un prólogo de Rómulo Bustos e ilustrado con cuatro fotografías significativas, es decir, un conjunto digno de ser conocido en España para un mejor conocimiento de estos hijos tan cercanos a nosotros. De entre las poesías se han escogidos dos, que muestran que el dolor es común y que la herida abierta duele y está presente ante los hijos lejanos. Un poema está dedicado al poeta palestino Mahmud Darwish; el otro poema llora por Shatila.

Estos dos poemas de Jorge García Usta dan prueba excelente de la aportación de los inmigrantes árabes y sus descendientes en tierras americanas.

POEMAS
TRÓPICOS PARA MAHMUD DARWISH

Ante la carne niña de sus muertos

voceros ilusorios

recuerdan que el mundo

ha olvidado a sus padres bautismales.



En mi sueño y fuera de él

la furia mana y aloja

viejas sentencias de arena.



He aquí a nuestras madres

esperando las comuniones del verano

y el reinicio de los altares.



En todo patio blanco

estará nuestro grito.

En cada hombre frontal,

habrá un manantial clandestino.



Me basta un niño

y documentaré la esperanza.


EN UN MURO DE SHATILA

Hay tanto por clamar que ni el desierto alcanza.

Cielos ofrecidos y a mitad del viento:

lo que aún canta es la primera fábula.



Hemos poblado tantas palabras.

Estuvimos en el retorno a la piedra.

Conocemos el fondo.



Que se nos pague el azul gastado,

la vara de vivir, la risa emboscada,

y el zaguán donde ardieron mujeres

que aún lavan las camisas de los ausentes.



Pues el designio estará en muros

y en muchachos que pedirán otra vez

la gloria de una historia antigua

un asunto de luz y emisarios rigurosos



y pájaros abaleados

en un patio donde la sangre recuerda

qué sol se humilla en nosotros.

BIOGRAFÍA:

Jorge García Usta, nacido en Ciénaga de Oro (Córdoba, Colombia) en 1960, nieto de inmigrantes siriolibaneses, es poeta, periodista y Académico de la Universidad de Cartagena de Indias. Ha estudiado Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás en Cartagena, donde reside desde hace más de treinta años y ha trabajado desde muy joven como reportero en el periódico El Universal y El Periódico de Cartagena. Ha sido presidente del Círculo de Periodistas de Cartagena y de la Fundación Cultural Héctor Rojas Herazo. Desde hace más de diez años Jorge García Usta es jefe de prensa y coordinador del Festival de Cine y Televisión de Cartagena de Indias. Actualmente trabaja en la Universidad de Cartagena y en el Observatorio del Caribe en Cartagena.

Autor de varios poemarios, libros, ensayos, crónicas y artículos, ha recibido numerosos premios por su obra literaria, entre ellos el prestigioso Premio Nacional de Poesía Joven León de Greiff en 1984.



Poemarios:

Noticias desde la otra orilla (1985), El Libro de las Crónicas (1989), El reino errante (1991), Monteadentro (1992), La tribu interior (1995).

Libro de reportajes (con Alberto Salcedo): Diez juglares en su patio (1994).

Libros: Cómo aprendió a escribir García Márquez (1994), Visitas al patio de Celia (1995, recopilación sobre la obra periodística de Héctor Rojas Herazo

VEREDAS Y SINUARIO DE GABRIEL FERRER...ENSAYO DE GUILLERMO TEDIO.

Veredas y Sinuario, de Gabriel Ferrer:
La poesía del río interior

Guillermo Tedio

mortega@metrotel.net.co
Universidad del Atlántico
Barranquilla - Colombia



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Localice en este documento




Publicado por el Instituto Distrital de Cultura de Barranquilla (Colombia), en su serie inaugural de poesía "Biblioteca Miguel Rasch Isla", el poeta Gabriel Alberto Ferrer (Montería, 1960), publica su segundo libro: Sinuario (1996), con prólogo del critico Ariel Castillo Mier. Ya antes, en 1993, el grupo "Si mañana despierto", de Santafé de Bogotá, le había editado el volumen Veredas y otros poemas (Tercer Premio en el Concurso Nacional de Poesía "Aurelio Arturo", Bogotá, 1989). De manera que con dos descendientes tirados a los peligrosos avatares de la calle, los lectores podemos construirnos una idea holgada de las cualidades o defectos de la poesía expósita de Gabriel Alberto Ferrer.

En el primer libro y también en el segundo, Ferrer se nos revela como un hombre de río. El Sinú que aparece en Veredas, más que una fuerza o potencia líquida, es un válido motivo para hablarnos, mediante imágenes que funcionan como brochazos de luna en el trópico, de un río mucho más profundo: su río interior.

El río, en Ferrer, empieza a insinuarse en Veredas, como una metáfora de la vida sin ser esta una experiencia eufórica absoluta sino un presente fluido que incluye la contradicción de la muerte. Asi, el poema "La fuerza de la vida" (V: 11) [1] concluye recordando que "la muerte es un pozo demasiado profundo", o también, cuando en "Gallinas" (V: 19), el ave, con la cabeza bajo el ala, da la impresión de haber sido degollada, mientras espera que por la mañana, el pisoteo fugaz y lujurioso del gallo justifique su existencia amenazada.

Las veredas son esos pueblos tirados a la orilla de! río, en donde a sus habitantes, nostálgicos relatores de fábulas, les parece que el tiempo no transcurre, congelado en un perro, en una casa de bahareque, en las gallinas que florecen en el zarzo o en las múcuras trepadas en la cabeza de las mujeres. Esos hombres, a pesar de su mundo elemental y cotidiano, hecho de agua, se sienten recién llegados, como estrenando patio precisamente porque el río, con su agua fresca, los aleja del olvido, obligándolos al recuerdo permanente de las primitivas cosas de las Veredas: una plaza sin estatua porque aún no se ha escrito la historia oficial, un patio bajo la luna. Son hombres que pasan como las hojas que caen al río, pero que justifican su existencia a través de la memoria y la certeza del agua. Es como si en esos hombres se cumpliera la proverbial frase del filósofo de que nunca nos bañarnos dos veces en el mismo río. Por ello, los habitantes de estas aldeas siempre están inaugurando mundo, estrenando agua

En Veredas, fluyen los personajes con sus nostalgias de seres terrenales, y desde esa inclusión memoriosa de los actores, se palpa cierta narratividad en la que más que los hechos, son las imágenes resultantes de un lenguaje fuertemente poético, las que ubican en el lector evocaciones de historias que se sienten propias. Por ejemplo, en "Fábula" (V: 17), una abuela, con la lumbre en la boca, es una estampa que desgrana historias en nuestra mente aunque estas no se cuenten en el poema.

Diego Molina, "viejo y sabio fabulador de las Veredas", despierta en su hamaca y al darse el "Encuentro" (V: 47) con su amigo, el poeta-cronista, deja brotar de "sus labios un carajo larguísimo/ como recogiendo toda la alegría" y luego narra su fábula "en medio de un asombro de palomas". Ferrer no cuenta la historia porque ella está implícita en la sola figura de Diego Molina, en ese "carajo larguísimo", en su patio de palomas, en su mujer Deyanira, en las fragancias del tamarindo.

El poeta se detiene en el punto exacto en que el lector quisiera conocer la fábula aunque internamente intuye que ya todo ha sido dicho, que la historia es el paisaje mismo, la abuela misma con su lumbre en la boca, iluminándola por dentro; Diego Molina mismo empinado en el tiempo. Unido a su familia, en "Velada lunática de enero" (V: 59), el poeta persiste en sus imágenes narrativas al evocar a la madre muerta que "se levanta de un taburete a preparar un tinto aromado" mientras el "padre tiembla en la débil luz y guarda la nostalgia para abrir los caminos de los sueños".

Ferrer ahonda con su canalete de hombre de río en el paisaje del trópico. Cada manifestación viva de este territorio acuoso se convierte en motivo de un espacio interior, así que la simple "Calabaza" (V: 21), como ofrenda vegetal, es un milagro que sirve para conjurar estos tiempos sombríos.

La planta de "Totumo" es el poeta mismo, sensibilizado por la concepción mágica primitiva de ser el hombre hechura vegetal, probablemente surgida del contacto de Ferrer con las culturas indígenas de la costa atlántica colombiana, sobre todo de los departamentos de Córdova y La Guajira. Dice: "Soy raíz, de totumo/ y estoy adentro, muy adentro cantando su dureza". De manera que el hablante lírico no es un espectador del paisaje sino el paisaje mismo, la flora y la fauna, la tierra y el agua. De allí surgen las fitomorfosis ("Cuido mi propia carne,/ carne de totumo") y las zoomorfosis ("me zambullo en sus hojas/ como un insecto entretejiendo sueños").

La metamorfosis también se da del lado contrario, del mundo vegetal y animal al mundo humano. La "Fruta tropical" (V: 43) se humaniza al ser asimilada a una "muchacha que se tiende en el rocío de la mañana/ para que luego el sol la haga ardiente". La "Garza" (V: 39) es generosa porque inventa el alba y, como el hombre, "siempre regresa a su sagrado lugar". Del mismo modo, la vaca de "Hallazgo" (V: 41), en la llanura, "muge solitaria" mientras "debajo de sus patas la hierba tiembla".

A veces, no regresa el "Viajero del río" (V: 25) y los amigos, entonces, se quedan en el barranco de la orilla, esperando inútilmente su regreso, con los ojos "gastados y rotos". Aquí estamos ante la típica metáfora de la vida como un viaje fatal en el que el naufragio es la muerte. El remero, con su balsa tejida de "finos hilos de plátano", ha zozobrado en las riberas del silencio. Certeramente, Bachelard ha visto en el agua su doble significado como metáfora del origen y del perecimiento. Dice: "El agua, sustancia de vida, es también sustancia de muerte para la ensoñación ambivalente" [2]. La balsa y la canoa del viajero, árbol convertido en madera por el oficio humano, a la hora del hundimiento, se asimilan al ataúd.

En su poesía del río tropical, Ferrer parece haber asimilado las ideas de Álvaro Mutis en el sentido de que es en el trópico donde quizás se presente con mayor rigor la desesperanza. En este "imperio de calor y agua", la "Corraleja" (V: 27) es un carnaval antiguo donde los hombres, mirados por un Dios sonriente desde el palco mayor, son "pequeños mortales atrapados en el tiempo,/ desdichados bufones que acusan la tragedia” mientras la aparición de la bestia hace que una "soberbia alegría" le ponga "precio a la existencia".

Anota Mutis: "El trópico, más que un paisaje o un clima determinados, es una experiencia, una vivencia de la que darán testimonio para el resto de nuestra vida no solamente nuestros sentidos, sino también nuestro sistema de razonamiento y nuestra relación con el mundo y las gentes" [3]. Y es esta experiencia o vivencia llamada trópico la que parece determinar el alma de los personajes que deambulan en la poesía de Ferrer. Son seres que a pesar de la desesperanza producida por el presentimiento de ser inútiles sus viajes o estacionamientos, cultivan su jardín, es decir, ejecutan con ardor la rutina de sus ocupaciones, usan "el tiempo con la desesperada avidez de los desesperanzados” [4].

En medio de la desesperanza, se escuchan las "Quejas de mi padre" (V: 29) sobre la insustancialidad de los tiempos actuales. Solo "persiste una monotonía de ausencias". No hay lugares inocentes ya que el "Carnicero" (V: 31) se enceguece con el brillo de la sangre y aunque la bestia lo mire con ojos suplicantes, él asesta el golpe porque su "sentido se ha ido alterando/ en la plasticidad del sacrificio y la venganza".

Junto a un río que "dormita y canta", el hombre de las Veredas, buscando quitarse de encima esa "monotonía de ausencias", realiza eventuales "Festejos" (V: 33) en los que además del ruido de la corraleja, se oye la trompeta y el clarinete del porro, y en el fandango de la "Danza" (V: 35), el baile de una mujer convoca en la noche la penetración de un falo porque quizás la experiencia sexual sea el modo más inmediato y antiguo, aunque efímero, de hacernos olvidar, con la llamarada del orgasmo, la terrible certeza de nuestro ser finito.

En "El sol de los muertos" (V: 65), se habla de un "oscuro silencio donde la estrella se convierte en naufragio". La muerte pavorosa, el sacrificio de una generación señalan la "poca importancia/ que/ tiene la vida". Del mismo modo, en "Revelación de la muerte" (V: 69), las preocupaciones del poeta son nuevamente los "soles viejos/ que enfrían el anhelo del corazón de los hombres".

Como ya dije, en la poesía de Veredas, no siempre es eufórica la materialidad del agua. En "Cortadores de enea" (V: 37), los hombres trabajan metidos en el río, "pálidos en el dolor/ afortunados/ de que las aguas no sobrepasen sus cuellos". El eficiente manejo del oxímoron presente en "sudor fértil", "hechizo de limo" y "Empapados glorifican el agua que se filtra en sus huesos cenagosos" confirma en esos obreros del agua y de la enea, que el trabajo se les ofrece como una dolorosa herida obligatoria. Y en "Fatalidad de Dios" (V: 67), se respira cierto aire de ironía cuando el poeta nombra la fatalidad de Dios porque nos dio el amor solo a partir del dolor.

En "La otra vereda" (V: 45), se confirma que a Ferrer, más que como mención geográfica o telúrica, le interesa la aldea fluvial como paisaje interior, como Macondo personal. El calor, la proximidad de la lluvia y el silencio conforman ese territorio sensible que identifica a los hombres solares, quienes aun agrisados por la desesperanza, deben afanarse por justificar la cotidianidad de su carne.

En definitiva, es la muerte la que hace doloroso el transcurrir del hombre, como se percibe en "La posesión de este tiempo" (V: 71). Toda añoranza es oscura porque nos sitúa frente a un gozo perdido, frente a un tiempo ya muerto.

Otro tópico es el regreso del poeta a su aldea de origen. Al fin y al cabo, él también es un hombre de río, un hombre de Veredas. Y va de retorno, en busca de "La luz de los aldeanos" (V: 40), de los viejos fabuladores, de un espacio donde, como dice Eduardo Zalamea Borda, "el silencio es tan grande que parece que Dios hubiera muerto. O que estuviera construyendo otro mundo" (V: 62).

El amor, tema recurrente en la poesía de todos los tiempos, aparece también en contacto necesario con el agua, y así tenía que ser pues el agua contiene muerte pero también origen, diluvio y ahogamiento pero también génesis y principio En 'Inauguración" (V: 57), dice: "En el corazón de los manglares está la fuente de tu voz". El paisaje acuífero se traslada ahora al mar, evidenciado en los manglares, las ciénagas, la ola. Igualmente regresa el mar en el poema “A la zaga de la aventura" (V: 63). Allí, contrariamente a lo que ocurre en el paisaje fluvial, "no existe la muerte/ está el día pleno extendido sobre el mundo".

Vistos así ciertos tópicos y visiones del mundo en el volumen Veredas, podemos ahora, indagar en los aportes o inseguridades del libro Sinuario.

El título del libro, de típica filiación modernista o quizás vanguardista (lugoniana: Lunario, nerudiana: Estravagario), remite por su sufijo (-ario) a una especie de colección o tratado, significado del que no está muy lejos su contenido porque, en realidad, Sinuario viene a ser un acopio o tratado poético en el que se incluye una masa de cosas o experiencias que generadas por el rio Sinú, tocan el alma del hombre que habita en sus aguas, en sus riberas, en su entorno de dios líquido que a veces acaricia a la llanura y otras se enfurece y arrastra con su légamo las esperanzas del habitante sinuano.

De alguna manera son los mismos tópicos del libro anterior aunque ahora concebidos y percibidos con una mirada más urbana, más contemporánea, producto quizás de los viajes y permanencia de Ferrer en otras ciudades de Colombia, más desarrolladas que su natal y provinciana Montería. En ese inventario de tópicos o motivos, entran el rio Sinú, ahora violento, el paisaje, la presencia telúrica tropical, la luz, el viento, la luna; la ciudad-puerto -Montería-, los navios, las frutas, el amor, a veces el mar, el temblor del naufragio, los gallos, las palomas, la manatí, los pescadores; personajes con sus nombres concretos: Lucila González, Eduardo, Germán Castro Castelblanco, la hija, la ciénaga, el bosque, el verano, los perfumes de la tierra; los peregrinos que buscan un milagro con sus "Ofrendas" (S: 57) [5], habitantes de "pueblos donde no llega el viento ni la justicia del cielo”; la nostalgia, el olvido, el viaje, la tristeza, el silencio, la muerte.

Puesto a sopesar la coherencia de las obsesiones temáticas que animan o alimentan la vocación y el oficio poético de Gabriel Alberto Ferrer y los posibles giros o cambios que van de Veredas a Sinuario, encuentro que por un lado, sigue siendo fiel a su esencia de poeta fluvial, ubicado en el centro de un trópico hechizado por el calor y el agua. Él mismo ha escogido, como ars poética, oficiar "La escritura del paisaje" (S: 31). Y en esa escritura de lo telúrico, Ferrer encuentra una voz propia que lo ubica como uno de los poetas costeños que trabajan con profundidad temática y un tratamiento lingüístico capaz de expresar la visión del mundo de los hombres solares del Caribe.

No obstante esa fidelidad al tema del río y de la tierra y a los tópicos del primer libro, descubrimos ahora un giro en la conducta del río, en el espíritu de la vereda. Un primer cambio sería el centrar ahora sus preocupaciones más en la ciudad que en la aldea. En efecto, la vereda se volvió ciudad-puerto. Incluso, intencionalmente borra de un plumazo la parabra vereda. Esta ciudad-puerto es a veces Montería, mencionada directamente en los poemas "Crónica de un viaje" y "Las puertas del agua" (S: 61 y 63, respectivamente).

En "Sinuario I" (S: 21), dice: "Estas aguas violentas que invaden a la ciudad". En "Sinuario II" (S: 23): "Esta ciudad erigida a escasos metros sobre el nivel del mar tiene un puerto imaginario", "Se ha consagrado mi vida a esta ciudad". En "Sinuario III” (S: 25): "Van los navegantes tejiendo el romance con el puerto". En "Tripulación soñada" (S: 37): "Un encuentro de viento y agua que desborda el viejo puerto". En "Sentencia de la divinidad" (S: 25): "Baja ciudad que se ilumina en la frente del río", "La ciudad mueve sus facciones en manos de los extranjeros", "Los oficiales del puerto revisan a los sacerdotes del comercio". En "Crónica de un viaje" (S: 61): "Montería", "los amores flotan en el puerto". Y en "Las puertas del agua" (S: 63): "Un gran puerto en el Sinú" y "Montería/ ciudad donde el calor lechoso/ riega las puertas".

Y para que no queden dudas de que el poeta fábula ahora un espacio urbano, se incluyen ciertas características y elementos que nos hablan ya no de la vereda arcádica y salvaje sino de un centro donde operan las relaciones cosmopolitas del comercio. En "Sinuario II" (S: 23), se nos cuenta de "un puerto imaginario donde atracan navíos de todas partes". En "Sentencia de la divinidad" (S: 55), se cruzan "los oficiales del puerto" con "los sacerdotes del comercio". Por supuesto, no se trata de una metrópoli pero sí de un espacio que se hace ciudad latinoamericana por las relaciones capitalistas que allí se generan. Y como en una especie de polifonía o cruce de culturas, junto a los comerciantes y los extranjeros, van "los indígenas con sus balsas averiadas de plátanos/ y esencias". Es la vereda que se transforma en urbe. En "Crónica de un viaje" (S: 61), leemos que desde Montería, "La lancha Riberas parte a Cartagena".

El canalete, el remo y la vela han sido sustituidos por las "hélices de motor". Y en cuanto a nombres, la geografía donde Ferrer ubica a sus personajes, se hace ahora más específica. La ciudad-puerto de la que se nos habla, es Montería, mencionada dos veces, aunque los lectores deben tener mucho cuidado con el principio de la autonomía del mensaje literario que pide no identificar ni confundir la ciudad de un poema con la ciudad de la realidad. Igualmente se nombra a Cartagena, la Bahía de Cispata, Betancí, el Caribe y, por supuesto, el Sinú.

Otra vuelta de tuerca en la poesía de Sinuario está en que el sentido de violencia o de tragedia que rondaba su primer libro, se ha desplazado de los hombres al río. Acá no hay carniceros ni corralejas. En Veredas, en términos generales, el río es un discurrir de aguas más o menos serenas. Ahora, en Sinuario, el Sinú se ha encolerizado. Este cambio se muestra sobre todo en el poema inaugural que le da título al volumen. Este poema, dividido en seis partes, funciona como una especie de advertencia ética hecha por la naturaleza o por la divinidad. En este sentido, para Ferrer, el desbordamiento del río no tiene nada que ver con responsabilidades estatales. En "Sinuario I" (S: 21), dice: "Estas aguas violentas que invaden a la ciudad, vienen del río salido de su cauce", corre el Sinú "a plantar en toda la ribera el poder del agua", a rodar "por el centro del matadero dominando los mugidos del ganado"; "Lleva una sonrisa triste y furtiva tras empujar el invisible lodo y se tira agua abajo". Y en "Sinuario IV" (S: 27): "Un rio de azafrán monstruoso nos lava, la destrucción anda libre, pegada a la corriente".

Pero para el poeta, no se trata de una violencia gratuita de las aguas El río funciona como un vengador sagrado “que puede purificarlo todo" (S: 23). Los hombres y el mundo presentan "malestares e inmundicias/ lavadas solo por el río con su don incorruptible", leemos en "Sentencia de la divinidad" (S: 55). Y en "Aguas libres" (S: 67), "El río cuece la fundición de tanto maleficio". Gastón Bachelard ha dicho: "El agua se ofrece, pues, como un símbolo natural de la pureza; da sentidos precisos a una psicología prolija de la purificación" [6]. Tal idea evidentemente no es nueva, viene desde los orígenes del hombre histórico. Del hecho de ser el agua, por naturaleza, el elemento detergente del mundo material y tangible, surgió el sentido de tomarla como metáfora de purificador ético.

Concebida el agua como fuerza telúrica que lava la inmundicia, el hablante no hace aspavientos ni se lamenta de los desastres que produce el río. Como un cronista simplemente anuncia, registra la impetuosidad del río. Más aún, acepta la muerte que va dejando la corriente por las riberas. Aunque se trate de su propia muerte, la admite gustoso en una especie de ritual de sacrificio pagano. Dice en "Sinuario V" (S: 29): "Si ahora me llama el agua y reclama un habitante en su espacio, no dejo de encarnar al novicio que enfrenta a la muerte". El poeta, discípulo y sacerdote del río, lo defiende y lo respeta como entidad sagrada: "Nadie ha de profanar el río, ni el que arroja un guijarro, ni el que ignora las briznas que saltan como enredando el dolor" (S: 29). De manera que para el hablante, el río es una divinidad. En "Agua abajo" (S: 65), lo ve pasar "como un dios lejano".

A veces el río contagia su divinidad a los hombres que tocan sus aguas. El pescador, después de copular con la "Manatí" (S: 43), padece una "soledad divina". Y "Lucila González" (S: 51), frente al "río perfumado por la esencia de la tierra", siente que "pequeños dioses" habitan las tierras del Sinú.

Dice Bacheclard: "La cantidad de estados sicológicos que pueden ser proyectados es mucho más grande en la cólera que en el amor. Las metáforas del mar feliz y bueno serán por lo tanto mucho menos numerosas que las del mar perverso" [7]. Tal vez esta cita del filósofo francés pueda explicarnos el giro que dio Ferrer a su concepción del río, al percibirlo ahora como una fuerza incontenible que, salida de su curso, actúa como una deidad vengativa, purificando lo que toca con sus manos coléricas Es decir, la metáfora de un río furioso expresa mucho más la complejidad del mundo humano interior que la de unas aguas tranquilas.

Así el río hiera al hombre con su golpe acuoso y engendre el dolor del drama, “nadie ha de profanar el río", dice en "Sinuario V" (S: 29). El río es un dios duro e inflexible. En "Sinuario VI" (S: 31), leemos que después de desbordar su violencia, "Se ha ido a ordenar el universo, corre lento por la llanura ancha y detenida, cicatrizando el dolor que nunca revelamos".

Finalmente, pienso en el modo como el tópico del río y particularmente la tangibilidad misma del río Sinú han podido nutrir las imágenes del lenguaje poético de Ferrer. Agua y palabra van aquí de la mano, se nutren mutuamente de ductilidad y plasticidad para expresar, como contenido -el agua- y como forma -la palabra-, la metáfora de la vicia en su doble esencia de caricia y bofetada, de serenidad y desbordamiento, de contención y galope. Como dice Bachelard: "El agua es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes. No vacilaremos en darle todo su sentido a la expresión que habla de la cualidad de una poesía fluida y animada, de una poesía que viene de las fuentes" [8].



Notas:

[1] Usamos V para referirnos al libro Veredas, de Gabriel Alberto Ferrer. Santafé de Bogotá, Si Mañana Despierto Ediciones, 1993.

[2] Gastón Bachelard. El agua y los sueños. Santafé de Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 1993. p. 114.

[3] Alvaro Mutis. "La desesperanza". En: Ensayistas colombianos del siglo XX. Bogotá, Colcultura, 1976. p. 273.

[4] Ibid., p. 275.

[5] Sinuario, segundo volumen de poesía de Gabriel Ferrer, es referenciado en el texto con la letra S. Barranquilla, Instituto Distrital de Cultura, 1996.

[6] Gastón Bachelard, Op. Cit., p. 203.

[7] Ibíd., pp. 257-258.

[8] Ibíd., pp. 278-279.



© Guillermo Tedio 2006

Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

CORRIO HACIA EL PUENTE.

Corrio hacia el puente
se trepo a la baranda,
salto desde lo alto hacia el vacio
cruzo como zaeta hacia la nada
y entre las aguas turbulentas del gran rio
desaparecio en alaridos para siempre!!

viernes, 23 de octubre de 2009

CUANDO SE DURMIO...

CUANDO SE DURMIO PLACIDA Y ETERNAMENTE,SIN SUEñOS,NI PESADILLAS,EL MAMUT DESAPARECIO DEFINITIVAMENTE!

miércoles, 21 de octubre de 2009

AMALIA SIMONI, EN EL SABADO DEL LIBRO DE CUBA.

Amalia Simoni en el Sábado del Libro
Autor: Frank Martínez Hraste | Fuente: CUBARTE | 21 de Octubre 2009
En estas últimas semanas el tradicional Sábado del Libro celebrado en el Palacio del Segundo Cabo, sede del Instituto Cubano del Libro, ha estado presentando textos dedicados a rescatar y divulgar momentos y personalidades poco conocidos o recordados de la Historia de Cuba.

Así tenemos Una fascinante historia: La guerra secreta. Proyecto Cuba, del General de División (R) Fabián Escalante Font, editado por Ciencias Sociales; La conspiración trujillista de la Editorial Capitán San Luis, colección Denuncia, escrito por Andrés Zaldìvar Dièguez y Pedro Etcheverry Vázquez, y más recientemente: En el mayor silencio. La inteligencia mambisa, de la Editorial Capitán San Luis, escrito por el Coronel del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba (MINFAR). René González Barrios.

Ahora, y en saludo al Día de la Cultura Cubana, llega a nuestras manos una fascinante obra editada por la colección Biografías de la Editorial Ciencias Sociales: Amalia Simoni, una vida oculta, del binomio de autores Roberto Méndez Martínez y Ana María Pérez Pino. Aunque resulta difícil clasificarla como una novela biográfica o una biografía novelada, como lo son las de María Antonieta y la de María Estuardo, ya que lo cierto es que las primeras páginas se leen como una amena novela por su fluidez y lo interesante del tema. Después se torna algo más densa, necesariamente, al integrarse la vida del personaje con el momento histórico que le tocó vivir y su actitud y participación en el mismo.

Sobre los autores diremos que: Roberto Méndez Martínez, nacido en Camagüey en 1958, es un reconocido poeta, ensayista, e investigador histórico. Licenciado en Sociología por la Universidad de La Habana, Doctor en Ciencias sobre Arte del Instituto Superior de Arte de La Habana y Miembro Correspondiente de la Academia de la, Lengua. Asimismo ha impartido conferencias en Cuba y en el exterior y es autor de una veintena de títulos algunos de ellos dedicados a personalidades de la historia patria.

Y Ana María Pérez Pino, nacida en Holguín en 1936, museóloga e investigadora, trabajó durante décadas en el Museo Provincial Ignacio Agramonte de Camagüey y ha realizado numerosas investigaciones de carácter histórico cultural con las que ha obtenido diversos premios y reconocimientos. Como se comprende la fusión de ambos talentos fue capaz reproducir una obra tan interesante como históricamente importante.

Sin duda alguna este nuevo texto de Ciencias Sociales viene a llenar un vacío existente, pues prácticamente nada se sabía a ciencia cierta de la esposa de Ignacio Agramonte y Loynaz, El Mayor. Amalia Simoni Argilagos nace en la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe, actual Camagüey, en junio de 1842. Pero antes de penetrar en su vida como tal, los autores nos pasean por esta región central de Cuba a partir de la época de la llegada de Italia del abuelo de Amalia, Luciano Simoni, y como en 1840 tiene lugar un despertar cultural en la zona.

Así recorremos de manos de los autores el medio familiar y socio histórico en que se formó la joven Amalia, quien entre sus amplios estudios cursó canto lírico y llegó a ser soprano. Sin embargo, el padre nunca le permitió que practicase este arte pues lo consideraba indigno para su hija, aspiraba a casarla con un noble.

Otra fue la historia pues el amor surge entre un joven abogado y Amalia… y nada fácil le fue a Ignacio Agramonte vencer la tozudez del padre para casarse con su refinada y culta hija, nacida, como suele decirse, “en cuna de oro”. Pero fiel a su único amor y a la independencia de Cuba fue capaz de enfrentar el exilio y terribles situaciones económicas, al punto de verse buscando trabajo como cantante lírica en Nueva York para mantener a los suyos. Una historia verídica de amor de una pareja y de su amor por la patria que no puede ser ignorada.

Al recorrer la desconocida vida de Amalia Simoni, la cual precisa de un mayor conocimiento y divulgación, nos sumergimos en la tragedia de un pueblo durante su heroica Guerra de los Diez Años. Sellada con el Pacto del Zanjòn, la decepción de la naciente república después de tres décadas de sangrientas luchas cuyo resultado distaba bastante de los ideales que la inspiraron. Un recorrido por la verdadera historia de Cuba teniendo como eje central la vida plena amor de Amalia Simoni (imagen).

Asimismo el libro nos ofrece un variado material fotográfico el cual abarca fotos de la mansión de los Simoni-Argilagos, de lugares de aquellos años y retratos de los padres de Amalia, fotos de ella en distintos momentos de su vida, incluyendo la que se considera, muy probablemente la última foto de Amalia en vida.

Por lo tanto, Amalia Simoni, una vida oculta, de Roberto Méndez Martínez y Ana María Pérez Pino, editado por Ciencias Sociales, resulta un texto histórico distinto y será disfrutado tanto por jóvenes como por estudiosos y especialistas del tema.

DESTELLO FUGAZ...

HEMOS COMENZADO A AMARNOS,CON VOLCANICA PASION,Y DESTELLO FUGAZ,EN LA LLAMA QUE ARDE,PRESIENTO LA SOLEDAD, Y FRIALDAD, DE LAS PROXIMAS CENIZAS!!

martes, 20 de octubre de 2009

TRES POETAS COLOMBIANOS CONTEMPORANEOS,POR JAVIER RODRIZALES..UN ENSAYO URGENTE Y NECESARIO!

TRES POETAS COLOMBIANOS CONTEMPORANEOS

“La poesía es la manifestación verbal, la encarnación en palabras, de la mitología de una época. De ahí que la función mítica sea casi indistinguible de la función poética. Aunque el poeta no es inventor de mitos, a él le toca nombrar a todo ese conjunto de héroes, sucesos reales e imaginarios, creencias y pasiones que constituyen lo que se llama la “imagen del mundo de una sociedad, su mitología. El poeta convierte en imagen a todos esos signos: los configura, les da figura”.
OCTAVIO PAZ (1)


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Por JAVIER RODRIZALES



CRISIS DE LA POESIA COLOMBIANA

..... Múltiples son las opiniones sobre el estado actual de la poesía colombiana. El escritor Milciades Arévalo afirma que “actualmente estamos frente a uno de los momentos más importantes de la poesía colombiana”; sin embargo, el poeta José Luis Díaz Granados expresa su preocupación por la escasez de valores en la poesía y en la crítica literaria en nuestro país. El novelista tolimense Eduardo Santa plantea que “decir que la poesía en esta época materialista es un arte impopular, o que ya no está de moda ni interesa a casi nadie es una afirmación relativa, pues si el criterio a juzgar es el de calidad”. “La poesía no llega a todos porque no tienen tiempo para leerla. Cuando el bienestar llegue a todos, la poesía será popular, por hoy es asunto de minorías”, dice el poeta vallecaucano Harold Alvarado Tenorio. La poesía, como se ha repetido hasta la saciedad, sólo puede alcanzar un público minoritario, en gran parte formado por los poetas mismos, podría calcularse en unos miles de lectores, de una población de cuarenta millones de habitantes. El poeta Fernando Charry Lara se hace las siguientes preguntas sobre la crisis de la poesía colombiana: “¿A qué obedece, en la época contemporánea, la indiferencia del público hacia la poesía? ¿Ocurre ello por el aislamiento del poeta? ¿Puede reconciliarse la creación poética con una sociedad cada día más sorda a su lenguaje?“. El síntoma de la crisis de la poesía según el crítico francés Georges Mounin, se halla en el bajo volumen de las ediciones de poemas, si se le compara con las que, simultáneamente, se realizan de obras de novelistas, vulgarizadores y best-sellers. El hermetismo de la lírica moderna –enfatiza Charry Lara-, es otro factor considerable en la crisis poética actual. Es cierto que hay una poesía necesariamente oscura, con oscuridad “fluyente de la naturaleza de las cosas”, pero existe otra, de simuladores y de epígonos, falsa, deliberadamente difícil, que nada dice porque nada pretende decir. Debemos también estar de acuerdo en que, con singulares excepciones, la crítica poética de moda constituye hoy, en muchos países, una jerga de reiteradas frases vacías. En realidad, deben ser muy pocos aquellos que han ido a buscar la nueva poesía, incitados por fórmulas verbales que, a órdenes de la improvisación, pueden aplicarse indistintamente a uno o a otro poeta o, en conjunto a todos ellos. Lo cual constituye, como es de esperarse, motivo de confusión y desconcierto.

¿CUAL ES LA FUNCION DE LA POESIA?

..... La palabra poesía ha sido empleada ininterrunpidamente desde que los griegos empezaron a utilizarla significando para ellos como "creación"; es decir la plasmación imaginativa del lenguaje y en la invención de fábulas y mitos en contraste con la historia que es el registro de sucesos reales. Con el transcurrir del tiempo poesía se emparentó específicamente con la denominación habitual de la lírica, si bien es cierto que lo lírico no agota las posibilidades del lenguaje poético; de ahí la múltiplicidad de concepciones sobre la funcionalidad de la poesía en el contexto social. La pregunta de “cual es la función de la poesía?”, ha recibido en las diversas sociedades y culturas, múltiples y dispares respuestas. Algunas de las funciones atribuidas a las literaturas son: la política, la moral, la religiosa, la filosófica, la pedagógica, la erótica, la lúdica, la cognoscitiva, etc. Veamos lo que nos dicen los textos de tres poetas colombianos contemporáneos: Eduardo Gómez; Harold Alvarado Tenorio y Juan Gustavo Cobo Borda:



EDUARDO GOMEZ:
(Miraflores-Boyacá, 1935). Autor de los libros de poesía: Restauración de la palabra (1969); El continente de los muertos (1975); Nuevos poemas (1978); Movimientos sinfónicos (1980); El viajero innumerable (1985); Poesía 1969-1985 —suma de los cuatro anteriores— (1985); Historia baladesca de un poeta (1988); Las claves secretas (1998). También ha publicado ensayos de crítica interpretativa sobre las obras de Thomas Mann, Proust y Kafra, y Reflexiones y esbozos —poesía, teatro y crítica en Colombia—. Traductor de Brecht y Goethe.

.......... Según el crítico Fernando Ayala Poveda, Eduardo Gómez hace personal la angustia, la oquedad, la superficie de las cosas. Intimidad y soledad, casa sombría, esa es su poesía. Sufre la pérdida del amor y las presencias y desciende hasta dimensiones conturbadas que expresan según sus versos: “Un Dios caído a la orilla de un río de aguas negras”.(2) Sobre la necesidad o el sentido de “escribir poesía” en nuestro tiempo, Eduardo Gómez, sugiere la intencionalidad político-social en el poema “Restauración de la Palabra”. Aquí, en el nuevo libro, hallamos la palabra otra vez restaurada, porque el poeta necesita nuevos vocablos, una música más secreta, nuevos signos para expresar y transmitir la renovada experiencia lírica. La sensibilidad va cambiando, como la piel, como el organismo entero, y otro tanto debe hacer, forzosamente, la poesía que pretende decir la nueva realidad del hombre.En el poema “Restauración de la Palabra” (3), Eduardo Gómez nos dice de la función y necesidad de la poesía; la poesía que vuelve a dirigirse a los hombres en función de su Trascendencia; esfuerzo revolucionario para transformar las estructuras de la sociedad humana. La poesía, en “Restauración de la Palabra” es acción revolucionaria. Lo anterior nos recuerda a Sartre, cuando afirmaba que el objetivo de la poesía debe ser la búsqueda del sentido de la vida, la interrogación acerca del hombre en el mundo. Octavio Paz afirma que “El poema es un acto, por su naturaleza misma, revolucionario, pues, la imaginación, el amor y la libertad son las únicas fuerzas capaces de consagrar al mundo y volverlo de veras otro”.
......... Eduardo Jaramillo Z. afirma que en “El poema de Eduardo Gómez, El personaje, no desprecia esa posible hermandad de murciélago y poeta, pero establece el parentesco guiado menos por la ironía que por la cólera: "Entre los animales que muerden se destaca el murciélago / erizado de gasas negras, / apuñalando a ciegas / la carne de las ratas". El poema forma parte de su primer libro, Restauración de la palabra (1969), y pertenece a la época en que Gómez concibe la poesía como la urgente expresión de un deseo de liberación y en consecuencia, imagina al poeta como una criatura iracunda y optimista al mismo tiempo. Por lo menos esto es lo que puede concluirse del poema que da título al libro y cuyos versos finales dictaminan que "Solamente la palabra que ponga en peligro el poder de los tiranos y los dioses / es digna de ser pronunciada o escrita" Estas líneas fueron muy citadas en su momento y se ocuparon de ellas críticos como Andrés Holguín, Jaime Mejía Duque y Eduardo Camacho Guizado. Todos ellos se proponen caracterizar los rasgos de la denuncia poética de Gómez y señalan la atmósfera urbana y nocturna de sus composiciones y el énfasis que el poeta pone en ellas. De urbe y de noche y de frases rotundas está hecho un mundo poético que el murciélago puede presidir cabalmente.



Restauracion de la Palabra

¿Para qué escribir pequeños versos
cuando el mundo es tan vasto
y el estruendo de las ciudades ahoga la música?
En esta lucha de gigantes
se necesitan armas de vasto alcance.
En este duelo a muerte
las canciones embriagan o adormecen.

Está en juego la sangre de generaciones
y de pueblos
y un mundo abierto al hombre infinito
por nacer.
Está en juego demasiado
para arriesgarlo todo solamente al azar de la palabra.

Es hora de glorificar a otros hombres y otros hechos
Es hora de buscar situaciones
en donde la palabra sea necesaria
y de convivir con aquellos
para quienes la palabra es liberación.
Solamente la palabra que ponga en peligro
el poder de los tiranos y los dioses
es digna de ser pronunciada o escrita.



HAROLD ALVARADO TENORIO:

(Buga, 1945). Autor de los libros: Pensamientos de un hombre llegado el invierno (1972); Poemas (1972); En el valle del mundo (1977); Etcétera (1978); Cinco poemas (1979); Silva —selección— (1979); La poesía española contemporánea (1980); Recuerda cuerpo (1983); Diario (1984); Cavafis —versiones— (1984); Poesía y prosa (1985); Libro del extrañado (1985); Biblioteca (1985); Una generación desencantada: los poetas colombianos de los años 70 (1985); El ultraje de los años (1986); Espejo de máscaras (1987); La poesía de T.S. Eliot (1980); Poemas chinos de amor (1982); Ensayos (1994); Literaturas de América Latina (1995), Summa del cuerpo (2002), Fragmentos y despojos (2002).

.......... En Alvarado Tenorio, la poesía es una dialéctica de piel y tiempo; el deseo y el placer desempeñan papel primordial; es la función erótica puesto que el placer siempre ha tenido una connotación de poder y por eso siempre será subversivo. Su religión del placer, afirma el crítico Fernando Ayala Poveda, incorpora voces universales, salmos de amor, desgarramientos de amantes ante la soledad, las jaulas grises de las metrópolis, los olvidos. Su rebelión pretende instaurar el cuerpo como centro del universo (cuerpo maltratado, con su historia universal) y como centro de mestizaje. (4)“Harold Alvarado Tenorio es referencia obligada en el ámbito de la nueva poesía colombiana. Su labor, prácticamente insular, se ha remitido de manera obsesiva a algo poco común en nuestras letras: lo sensual, la fiesta del cuerpo, he ahí lo que canta el poeta”, afirma Orlando Sierra Hernández. Poesía y placer, en él, se entienden no solo en su dimensión lúdica sino en una perspectiva ética y política, pues como él mismo expresa: “Mi poesía es cada vez más erótica y política. Política en el sentido de desnudar la ideología y las costumbres y hábitos sociales”. Por producir placer, los poetas fueron expulsados por Platón de “La República”, por su fuego quemante consagrado en su palabra destructora, por rendir pleitesía a la sinrazón, por rechazar las autoridades y por querer ser igual al vuelo de los pájaros, sin fines, sin metas y consagrados a la espontaneidad de los instantes. La poesía es una dialéctica de piel y tiempo, destructora de lo sagrado, que afirma la guerra como la vida y sale de la caverna portando la luz que desafía la seriedad y el poder de los dioses. Sus desvaríos son las blasfemias que expresan la herida de una oración al hombre y descentran sus fantasmas en la magia de los sortilegios que se hacen presentes en su vida. La poesía no es una necesidad; no se puede pensar la poesía en términos de utilidad.
.......... “Igual que su maestro Borges, a Alvarado Tenorio le acongoja el paso inexorable del tiempo y se preocupa por el goce del momento efímero y la perdurabilidad del recuerdo mediante la palabra” (Darío Henao Restrepo). En fin, “Como en Whitman, como en Kavafis y Silva, se siente en la obra de Alvarado Tenorio esa fuerza pulsional por romper con la formula canónica del verso; se observa con nitidez esa identidad subversiva, configuradora de una poética en la que convergen rebeldía, libre erotismo, amor sin contrato, cotidianidad, viaje, presencia de la historia, desdén por el poder y ensueño en la vejez” , afirma Fabio Jurado Valencia.


La Poesía
¿Qué eres sino la visión de la noche?

Todo lo nocturno te pertenece.

Invitas a los espléndidos banquetes de los sueños
y a las no menos espléndidas vigilias de la realidad.

Viajas con el hombre y la mujer como si fueras
la llama de sus ojos, el bordón de su felicidad
o el humo espeso de los amaneceres.

Para ti, madre del dolor, sólo hay gloria y pesar,
el mediodía no está escrito en tus agendas.

Ninguna otra cosa eres, poesía,
que la más alta sima donde el loco,
los mortales,
los desheredados de la suerte y la fortuna,
encuentran cobijo.

Tú, la detestada, la leprosa, la purulenta,
eres la mejor de las hembras
la mejor madre.
la mejor esposa
la mejor hermana
y la mas larga y gozosa de las noches.



JUAN GUSTAVO COBO BORDA:

(Bogotá, 1948). Autor de los libros: Consejos para sobrevivir (1974); Salón de té (1979); Casa de citas (1981); Ofrenda en el altar del bolero (1981) —fuera de concurso en el «Cote Lamus» en 1978—; Roncando al sol como una foca en las Galápagos (1982); Todos los poetas son santos e irán al cielo (1983); Tierra de Fuego (1988); El animal que duerme en cada uno y otros poemas (1995) Furioso amor (1997). Es autor también de varias selecciones entre ellas Álbum de la nueva poesía colombiana (1981) Almanaque de versos (1988) y Antología de poesía hispanoamericana (1985) y de compilaciones críticas sobre José Asunción Silva, García Márquez, Germán Arciniegas y Alvaro Mutis. Entre sus libros de ensayo: La alegría de leer (1973); La tradición de la pobreza (1982); La otra literatura latinoamericana (1982); Letras de esta América (1986); Visiones de América Latina (1987); El coloquio americano (1994); Historia portátil de la poesía colombiana 1880-1995 (1995); La narrativa después de García Márquez (1989); Leyendo a Silva (1994); Repertorio crítico sobre García Márquez (1995); Silva, Arciniegas, Mutis y García Márquez (1997).

.......... “Poesía, fatalidad del instinto/ reconociendo su cría/ entre los centenares de miles/ de este rebaño que bala y se atropella”. Así aparece a los ojos de quienes la encuentran, a los oídos de quienes la oyen, la poesía de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. Poesía que va directamente al fenómeno, al hecho, al objeto; pero no para decir de éste lo que las apariencias muestran, sino para descubrir la esencia escondida, una parte de la inagotable evocación a través de la cual el hombre descubre el mundo y a sí mismo. Porque la poesía está hecha de esta engañosa intrascendencia con que el espíritu se oculta. Es la poesía que surge de los mismos hechos, la poesía que se halla en el trasfondo de los objetos, es decir, la poesía que versa sobre el mismo quehacer de la poesía, de la vida cotidiana que a cualquiera le toca vivir y al poeta decir, edificar, realizar, descubrir en palabras, afirma Mario Lucarda.
.......... Para Cobo Borda, la pregunta sobre la necesidad y el sentido de la creación poética, surge de modo explícito, pues el acento de su pregunta es irónico, tal como lo expresa en “Poética” del libro “Consejos para Sobrevivir”(6) (1974), obra en la que sostiene que no existe sino un quinteto de poetas colombianos y que lo demás es literatura pobre, anémica. En “Poética”, examina y condena las diversas concepciones sobre la función de la poesía que han existido a través de los tiempos e intenta buscar una nueva finalidad acorde con los nuevos requerimientos sociales. Al principio parece preguntarse sobre si la obligación del poeta es la belleza o si ésta y la utilidad se identifican. Al respecto, afirmaba Gautier, el poeta francés: “sólo es verdaderamente bello lo que no puede servir para nada. Así como es imposible vincular la poesía a objetivos utilitarios, también es imposible asociar los valores poéticos a valores morales”. Baudelaire, sin embargo, creía que la belleza se hermana profundamente con el bien y con la verdad, contradiciendo al arte por el arte que creía que si es imposible vincular la poesía a objetivos utilitarios, también es imposible asociar los valores poéticos a valores morales. También sugiere “Poética”, la duda sobre la poesía y sus fines político-pragmáticos o incluso como evasión, sobre la poesía como vehículo de conocimiento, como lo fue para Rimbaud, la poesía como videncia. Recordemos que para la estética simbólica de Cassirer y Langer, la poesía lejos de ser lúdica, proporciona un conocimiento de la vida interior, contrapuesto al conocimiento de la vida exterior ofrecido por la ciencia. La poesía, afirma Cobo Borda, da grandes continuidades y es la que nos otorga los derechos primordiales: el derecho de hablar, de mirar, de no dejarse humillar.
.......... De Cobo Borda y de su obra ha dicho Alba Rosa Hernández Bossio: “Se trata de una poesía que entraría en la por él llamada “tradición de la pobreza” —en parodia a Octavio Paz— que está siempre en guardia contra el envanecimiento y la fama, esas mentiras piadosas... Entre palabras humildes, entre la corriente de la conversación, Cobo Borda no se aparta ni de la vivacidad diaria de la lengua hablada, de su efímera eficacia; ni de las palabras de la literatura en donde revive lo imaginario. Sus homenajes a ciertos escritores, a ciertas figuras arquetípicas de lo humano, son también una acción de gracias. Y justamente este encuentro, entre la espontaneidad y la reflexión, la desfachatez y el pudor, la carencia y el lujo mantiene a su poesía entre el encanto y la crueldad de toda palabra que decepciona y salva”.



Poética

¿Cómo escribir ahora poesía,

por qué no callarnos definitivamente

y dedicarnos a cosas mucho más útiles?

¿Para qué aumentar las dudas,

revivir antiguos conflictos,

imprevistas ternuras;

ese poco de ruido

que lo sobrepasa y anula?

¿Se aclara algo con semejante ovillo?

Nadie la necesita.

Residuo de viejas glorias,

¿a quién acompaña, qué heridas cura?





JAVIER RODRIZALES

Licenciado en Filosofía y Letras, Postgrado en Informática Educativa y Egresado en Derecho. Autor de los libros: “Cantares del Sur del Tolima” (ensayo), Ajetreos Sigilares (poesía), “Resguardo Indígena de Yascual” (ensayo), “Poetas y Narradores Nariñenses” (antología), “Subversión del Silencio” (poesía), “La palabra imaginada” (ensayos), “Onírica” (poesía).



NOTAS BIBLIOGRAFICAS

1 PAZ, Octavio. La Nueva Analogía. En ECO Revista de la Cultura de Occidente. Bogotá, Diciembre 1967. Págs. 113.114.
2 AYALA POVEDA, Fernando. Manual de Literatura Colombiana. Educar Editores. Bogotá, 1984. Pág. 218.
3 GOMEZ, Eduardo. Restauración de la Palabra. Bogotá, 1985.
4 AYALA POVEDA, Fernando. Manual de Literatura Colombiana. Educar Editores. Bogotá, 1984. Pág. 221.
5 ALVARADO TENORIO, Harold. El Libro del Extrañado. Bogotá, 1985.
6 COBO BORDA, Juan Gustavo. Consejos para Sobrevivir. Bogotá, 1974.

DESMEMORIADO..

TAN DESMEMORIADO,QUE AL OLVIDAR, DONDE HABIA DEJADO SU BILLETE DE TREN,NO SUPO ADONDE IVA,Y ENTONCES PERDIO SU PRIMERA CITA CON LA MUERTE!!

lunes, 19 de octubre de 2009

CUENTO .."LA MUERTE Y LA BRUJULA" DE JORGE LUIS BORGES.

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


La muerte y la brújula
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)




A Mandie Molina Vedia




De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.
—Como el cristanismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius—Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus(1739), de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir —agregó—, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos”; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
—Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
—Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho.Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio” elegí la del tres de enero. Muró en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenua barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el nombre de Dios, JHVH— consta de cuatroletras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach—, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.


1942

FRAGMENTO DE "LA CAIDA' DE ALBERT CAMUS.

Me niego a considerar un solo instante la hipótesis de que la inocencia pueda verse obligada a vivir como un jorobado. Además, nosotros no podemos afirmar la inocencia de nadie, y sin embargo podemos afirmar con certeza la culpabilidad de todos. Todo hombre es testigo del crimen de todos los demás, ésa es mi fe y mi esperanza.

Créame, las religiones se equivocan a partir del momento en que hacen moral y fulminan con mandamientos. No se necesita a Dios para crear culpables y castigar. Nuestros semejantes bastan, ayudados por nosotros mismos. Usted ha hablado del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente. Le estaba esperando a pie firme: he conocido algo mucho peor, que es el juicio de los hombres. Para ellos no hay circunstancias atenuantes, incluso las buenas intenciones son imputadas al crimen.



Albert Camus [La caída

ROBERTO BOLAñO:FRAGMENTO DE LOS DETECTIVES SALVAJES.

Roberto Bolaño: Fragmento de Los detectives salvajes



Clara Cabeza, Parque Hundido, México DF, octubre de 1995. Yo fui la secretaria de Octavio Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si escribir cartas, que si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear a los colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos años de estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia crónica que me atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba, por más aspirinas que tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente lo que a mí me gustaba era hacer las labores más propiamente de casa, como preparar el desayuno o ayudar a la sirvienta a preparar la comida. Ahí me lo pasaba bien y además era un descanso para mi mente torturada. Yo solía llegar a la casa a las siete de la mañana, a una hora en la que no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan largos y terribles como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas, un par de tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta la habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un nuevo día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora María José y siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la oscuridad y me decía: deja el desayuno en la mesita, Clara, y yo le decía buenos días, señora, ya es un nuevo día. Luego me iba a la cocina otra vez y me preparaba mi propio desayuno, algo ligerito como el de los señores, un café, una naranjada y una o dos tostadas con mermelada, y después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar.
..... No saben ustedes el titipuchal de cartas que recibía don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se imaginarán, le escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda clase, desde otros premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o italianos o franceses. No digo yo que don Octavio contestara todas sus cartas, más bien sólo contestaba un quince a un veinte por ciento de las que recibíamos, pero el resto de todas maneras había que clasificarlas y guardarlas, vaya a saber por qué, yo de buen gusto las hubiera arrojado a la basura. El sistema de clasificación, por otra parte, era sencillo, las separábamos por nacionalidades y cuando la nacionalidad no estaba clara (esto solía pasar en cartas que le escribían en español, inglés y francés) las separábamos por idiomas. A veces, mientras trabajaba en la correspondencia, yo me ponía a pensar en la jornada laboral de las secretarias de los cantantes de música melódica o popular o de rock y me preguntaba si ellas también tenían que lidiar con tantísimas cartas hasta en chino, con eso les digo todo. En esas ocasiones yo tenía que separar las cartas en un lotecito aparte que llamábamos marginalia excentricorum y que don Octavio revisaba una vez a la semana. Después, pero esto pasaba muy de tanto en tanto, me decía Clarita, coja el coche y váyase a ver a mi amigo Nagahiro. De acuerdo, don Octavio, le decía yo, pero el asunto no era tan fácil como lo pintaba él. Primero me pasaba la mañana telefoneando al tal Nagahiro y cuando por fin lo hallaba le decía don Nagahiro, tengo algunas cositas para que me las traduzca y él me daba una cita para un día de esa semana. A veces se las mandaba por correo o con un mensajero, pero cuando los papeles eran importantes, y eso lo notaba yo por la cara que ponía don Octavio, pues iba personalmente y no me movía de al lado del señor Nagahiro hasta que por lo menos me daba un resumen sucinto del contenido del papel o carta, resumen que yo anotaba en taquigrafía en mi libretita y que luego pasaba en limpio, imprimía y dejaba en el escritorio de don Octavio, en el extremo izquierdo, para que él si tenía a bien le echara una mirada y se sacara la curiosidad de encima.
..... Y luego estaba la correspondencia que don Octavio mandaba. Ahí sí que el trabajo era desquiciante, pues acostumbraba a escribir varias cartas a la semana, unas dieciséis más o menos, a los lugares más insospechados del mundo, algo que daba pasmo ver de cerca, pues una se preguntaba cómo ese hombre había hecho tantas amistades en sitios tan diversos e incluso diría antagónicos como Trietse y Sidney, Córdoba y Helsinki, Nápoles y Bocas del Toro (Panamá), Limoges y Nueva Delhi, Glasgow y Monterrey. Y para todos tenía una palabra de aliento o una reflexión de esas que se hacía como en voz alta y que, supongo, ponía al corresponsal a pensar y a darle vueltas a la cabeza. No voy a cometer la falta de desvelar lo que decía en sus cartas, sólo diré que hablaba más o menos de lo mismo que habla en sus ensayos y en sus poemas: de cosas bonitas, de cosas oscuras y de la otredad, que es algo en lo que yo he pensado mucho, supongo que como muchos intelectuales mexicanos, y que no he logrado averiguar de qué se trata. Otra de las cosas que yo hacía y muy a gusto era de enfermera, pues no por nada tengo un par de cursillos de primeros auxilios. Don Octavio ya por entonces no estaba muy sanote que digamos y tenía que medicarse cada día y como él siempre andaba pensando en sus cosas, pues se le olvidaba cuándo había que tomar las medicinas y al final se hacía un lío, que si ésta ya me la tomé al mediodía o si esta otra no me la tomé a las ocho de la mañana, en fin, un desorden con las pastillas al que, me enorgullezco de decir, yo puse fin, pues incluso me ocupé de que tomara con puntualidad alemana aquellas que debía tomar cuando yo no estaba en casa. Para tal menester lo llamaba por teléfono desde mi departamento o desde donde estuviera y le decía a la sirvienta ¿don Octavio ya se tomó las pastillas de las ocho? y la sirvienta iba a mirar y si las píldoras que yo le había dejado dispuestas en un envase de plástico aún estaban allí, pues yo le ordenaba: llévaselas y que se las tome. A veces no hablaba con la sirvienta sino con la señora, pero yo igual: ¿se tomó su medicina don Octavio?, y la señora María José se ponía a reír y me decía ay Clarisa, ella a veces me llamaba Clarisa, no sé por qué, al final vas a conseguir que me ponga celosa, y cuando la señora María José decía eso yo como que me ruborizaba y como que tenía miedo de que ella viera cómo me ruborizaba, tonta que es una, ¿cómo iba a verlo si estábamos hablando por teléfono?, pero igual seguía llamando e insistiendo en que se tomara sus medicamentos a su hora, porque si no sirven para nada, ¿verdad?
..... Otra de las cosas que hacía era preparar la agenda de don Octavio, llena de actividades sociales, que si fiestas o conferencias, que si invitaciones a inauguraciones de pintura, que si cumpleaños o doctorados honoris causa, la verdad es que de asistir a todos esos eventos el pobrecito no hubiera podido escribir ni una línea, no digo ya de sus ensayos, es que ni siquiera de sus poesías. Así que cuando le arreglaba la agenda él y la señora María José la examinaban con lupa e iban descartando cosas, yo a veces los observaba desde mi rinconcito y me decía para mí misma: muy bien, don Octavio, castíguelos con su indiferencia.
..... Y luego vino la época del Parque Hundido, un lugar que si quieren mi opinión no tiene el más mínimo interés, antes puede que sí, hoy está convertido en una selva donde campean los ladrones y los violadores, los teporochos y las mujeres de la mala vida.
..... La cosa sucedió así. Una mañana, yo acababa de llegar a la casa y aún no eran las ocho, me encontré a don Octavio levantado, esperándome en la cocina. Nada más verme me dijo: me va a hacer el favor de llevarme a tal parte, Clarita, en su carro de usted. ¿Qué le parece? Como si yo alguna vez me hubiera negado a hacer nada que él me hubiera pedido. Así que le dije: usted dirá adónde vamos, don Octavio. Pero él me hizo un gesto, sin decir nada, y salimos a la calle. Se acomodó a mi lado, en el coche, que dicho sea de paso sólo es un Volkswagen, o sea que no es muy cómodo. Cuando lo vi allí, sentado y con ese aire ausente, me dio un poco de pena por no tener un vehículo algo mejor que ofrecerle, aunque no le dije nada porque también pensé que si me disculpaba él lo podía interpretar como una especie de recriminación porque al final de cuentas era él quien me pagaba y si no tenía para un coche mejor se podía decir que también era por culpa suya, algo que jamás, ni en sueños, le he reprochado. Por lo tanto me quedé callada, disimulé lo mejor que pude y puse en marcha el motor. Las primeras calles las recorrimos al azar. Luego dimos una vuelta por Coyoacán y al final enfilamos por Insurgentes. Cuando apareció el Parque me ordenó que estacionara donde pudiera. Luego bajamos y don Octavio, tras echar una ojeada, se internó por el Parque que a esa hora no es que estuviera lleno, pero tampoco estaba vacío. Esto le debe traer algún recuerdo, pensé. A medida que caminábamos el Parque estaba más solo. Noté que el descuido o la desidia o la falta de medios o la más vil irresponsabilidad había deteriorado el parque hasta límites insospechables. Ya bien adentro del parque tomamos asiento en un banco y don Octavio se puso a contemplar las copas de los árboles o el cielo y luego murmuró algunas palabras que yo no entendí. Antes de salir había cogido las medicinas y una botellita de agua y como ya era hora de tomárselas aproveché que estábamos sentados y se las di. Don Octavio me miró como si me hubiera vuelto loca pero se tomó sin rechistar sus pastillas. Luego me dijo: quédese usted aquí, Clarita, y se levantó y se puso a caminar por un caminito de tierra seca con pinaza y yo lo obedecí. Se estaba bien allí, eso hay que reconocerlo, a veces, por otras sendas del parque, veía las figuras de sirvientas que acortaban camino o de estudiantes que habían decidido no ir a clases aquella mañana, el aire era respirable, aquel día la contaminación no sería tan grande, de tanto en tanto incluso creo que escuchaba el piar de un pajarito. Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en círculos cada vez más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la hierba, una hierba enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros ya ni debían de cuidar.
..... Entonces fue cuando vi a ese hombre. También caminaba en círculos y sus pasos seguían la misma senda, sólo que en sentido contrario, así que por fuerza tenía que cruzarse con don Octavio. Para mí, fue como una alarma en el pecho. Me levanté y puse en alerta todos mis músculos por si era necesario intervenir, no por nada hice un cursillo de kárate y judo hace unos años con el doctor Ken Takeshi, que en realidad se llamaba Jesús García Pedraza y había sido miembro de la policía federal. Pero no fue necesario: cuando el hombre se cruzó con don Octavio ni siquiera levantó la cabeza. Así que me quedé inmóvil y vi lo siguiente: don Octavio, al cruzarse con el hombre, se detuvo y se quedó como pensativo, luego hizo el ademán de seguir andando, pero esta vez ya no iba tan al azar o tan despreocupado como hacía unos minutos sino que más bien iba como calculando el momento en que ambas trayectorias, la suya y la del desconocido, iban a volver a cruzarse. Y cuando una vez más el desconocido pasó al lado de don Octavio, éste se giró y se lo quedó mirando con verdadera curiosidad. El desconocido también miró a don Octavio y yo diría que lo reconoció, algo que por lo demás no tiene nada de raro, todo el mundo, y cuando digo todo el mundo digo literalmente todo el mundo, lo conoce. Cuando volvimos a casa el ánimo de don Octavio había variado notablemente. Estaba más vivaracho, con más energía, como si el largo paseo matinal lo hubiera fortalecido. Recuerdo que en un momento del viaje recitó unos versos y él dijo un nombre, sería el nombre de un poeta inglés, lo olvidé, y luego como para cambiar de tema me preguntó por qué había estado yo tan nerviosa y me acuerdo que al principio no le contesté, tal vez sólo exclamara ay, don Octavio, y luego le expliqué que el Parque Hundido no era precisamente una zona tranquila, un lugar donde uno pudiera pasear y meditar sin temor a ser asaltado por desalmados. Y entonces don Octavio me miró y me dijo con una voz que salía como del corazón de un lobo: a mí no me asalta ni el presidente de la República. Y lo dijo con tanta seguridad que yo le creí y preferí no decir nada más.
..... Al día siguiente, al llegar a casa, don Octavio ya me estaba esperando. Salimos sin decirnos nada y yo conduje, ingenua de mí, hacia Coyoacán, pero cuando don Octavio se dio cuenta me dijo que pusiera rumbo al Parque Hundido sin otra dilación. La historia se repitió. Don Octavio me dejó sentada en un banco y se puso a pasear en círculos por el mismo sitio que el día anterior. Antes yo le di sus medicinas y él se las tomó sin mayores comentarios. Poco después apareció el hombre que también paseaba. Cuando lo vio don Octavio no pudo evitar mirarme desde la distancia como diciéndome: ya ve, Clarita, yo nunca hago nada por nada. El desconocido también me miró y luego miró a don Octavio y por un segundo me pareció que dudaba, que sus pasos se volvían más inseguros, más dubitativos. Pero no se echó para atrás, como llegué a temer, y él y don Octavio volvieron a caminar y volvieron a cruzarse y cada vez que se cruzaban levantaban la vista del suelo y se miraban a la cara y yo me di cuenta que los dos iban al principio como muy alertas el uno del otro, pero a la tercera vuelta ya iban muy reconcentrados y ya para entonces ni siquiera se miraban al cruzarse. Y yo creo que fue entonces que se me ocurrió que ninguno de los dos hablaba, digo, que ninguno de los dos murmuraba palabras, sino números, que los dos iban contando, yo no sé si sus pasos, que es lo más lógico que se me ocurre ahora, pero sí algo parecido, números al azar, tal vez, sumas o restas, multiplicaciones o divisiones. Cuando nos marchamos don Octavio estaba bastante cansado. Le brillaban los ojos, esos ojos tan bonitos que tiene, pero por lo demás parecía como si hubiera hecho una carrera. Les confieso que por un momento me preocupé y me pareció que si le pasaba algo la culpa sería mía. Me imaginé a don Octavio con un ataque al corazón, me lo imaginé muerto y luego imaginé a todos los escritores de México que tanto lo quieren (en especial los poetas) rodeándome en la sala de visitas de la clínica en donde don Octavio suele hacerse los chequeos médicos y preguntándome con miradas francamente hostiles que qué diablos le había hecho yo al único premio Nobel mexicano, que cómo era que don Octavio había sido encontrado tirado en el Parque Hundido, un lugar tan poco poético y tan ajeno, por otra parte, a los itinerarios urbanos de mi jefe. Y en mi imaginación yo no sabía qué respuesta darles, salvo decir la verdad, que por otra parte yo sabía que no iba a convencerlos y entonces para qué decirla, mejor quedarme callada, y en ésas estaba, conduciendo por las avenidas cada día más insoportables del DF e imaginándome inmersa en situaciones llenas de palabra acusatorias y de recriminación, cuando escuché que don Octavio me decía vamos a la universidad, Clarita, que tengo que hacer una consulta con un amigo. Y aunque en ese momento vi a don Octavio tan normal como siempre, tan dueño de sí mismo como siempre, la verdad es que yo ya no pude quitarme del pecho la espinita de la inquietud, el peso de una premonición más bien negra. Máxime cuando a eso de las cinco de la tarde don Octavio me llamó a su biblioteca y me dijo que hiciera una lista de los poetas mexicanos nacidos digamos a partir de 1950, una petición no más rara que otras, es cierto, pero dada la historia en la que estábamos embarcados, turbadora en grado extremo. Yo creo que don Octavio se dio cuenta de mi inquietud, nada difícil por otra parte, pues me temblaban las manos y me sentía como un pajarito en medio de una tormenta. Media hora después volvió a llamarme y cuando yo acudí me miró a los ojos y me preguntó si confiaba en él. Qué pregunta, don Octavio, le dije, qué cosas se le ocurren. Y él, como si no me oyera, me repitió la pregunta. Claro que sí, le dije, confió en usted más que en nadie. Entonces él me dijo: de lo que yo te diga aquí y de lo que has visto y de lo que veas mañana, ni una palabra a nadie. ¿Estamos? Se lo juro por mi madre que en paz descanse, le dije yo. Y él entonces hizo un gesto como si espantara moscas y dijo a ese muchacho yo lo conozco. ¿Ah, sí?, dije yo. Y él dijo: hace muchos años , Clarita, un grupo de energúmenos de la extrema izquierda planearon secuestrarme. No me diga, don Octavio, dije yo y me puse a temblar otra vez. Pues sí, dijo él, son las vicisitudes a las que se expone todo hombre público, Clarita, deje de temblar, vaya a servirse un whisky o lo que sea, pero tranquilícese. ¿Y ese hombre es uno de aquellos terroristas?, dije yo. Me parece que sí, dijo él. ¿Y a santo de qué lo querían secuestrar, don Octavio?, dije yo. Eso es un misterio, dijo él, tal vez estaban dolidos porque no les hacía caso. Es posible, dije yo, la gente acumula mucho rencor gratuito. Pero tal vez la cosa no iba por ahí, tal vez sólo se trataba de una broma. Vaya bromita, dije yo. Lo cierto es que nunca intentaron el secuestro, dijo él, pero lo anunciaron a bombo y platillo, y así llegó a mis oídos. ¿Y cuando usted lo supo, qué hizo?, dije yo. Nada, Clarita, me reí un poco y luego los olvidé para siempre, dijo él.
..... A la mañana siguiente volvimos al Parque Hundido. Yo había pasado una mala noche, mitad insomne y mitad atacada de los nervios que ni siquiera la lectura balsámica de Amado Nervo había podido mitigar (entre paréntesis, yo a don Octavio nunca le decía que leía a Amado Nervo sino a don Carlos Pellicer o a don José Gorostiza, a quienes por supuesto he leído, pero ya me dirán a mí de qué sirve leer la poesía de Pellicer o Gorostiza cuando lo que una quiere es tranquilizarse, en el mejor de los casos dormirse, la verdad es que en esos casos así lo mejor es no leer nada, ni siquiera a Amado Nervo, sino ver la televisión, y a más tonto sea el programa mejor), y tenía unas ojeras enormes que el maquillaje no podía disimular y hasta la voz la tenía un poco ronca, como si por la noche hubiera fumado un paquete de cigarrillos o hubiera bebido demasiado o algo parecido. Pero don Octavio no se dio cuenta de nada y se subió al Volkswagen y partimos para el Parque Hundido, sin decirnos nada, como si toda nuestra vida hubiéramos estado haciendo lo mismo, que era precisamente una de las cosas que más me crispaba los nervios, esa facilidad del ser humano para adaptarse de pronto a lo que sea. Es decir: si yo me ponía a pensar calmadamente, como debe de ser, y me decía que habíamos ido al Parque Hundido, sólo dos veces, y que aquella era la tercera visita, bueno, me costaba creerlo, porque de verdad parecía que hubiéramos ido muchas más veces, y si admitía que sólo habíamos ido dos veces, pues resultaba peor, porque entonces me daban ganas de gritar o de estrellarme con mi Volkswagen contra algún muro, por lo que tenía que dominarme y concentrarme en el volante y no pensar en el Parque Hundido ni en aquel desconocido que lo visitaba a la misma hora que nosotros. En pocas palabras, esa mañana yo no sólo estaba ojerosa y demacrada sino que además estaba irracionalmente afectada. Ahora bien, lo que pasó aquella mañana, en contra de mis previsiones, fue bien diferente.
..... Llegamos al Parque Hundido. Eso está claro. Nos internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco como había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había realizado su encargo del día anterior y yo le dije que sí, don Octavio, hice una lista con muchísimos nombres y él se sonrío y me preguntó si había memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me estaba tomando el pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré y él dijo: Clarita, averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me dijo. Y yo me levanté como una idiota y me puse a esperar al desconocido y para entretener la espera me puse a caminar hasta que me di cuenta que estaba repitiendo el trayecto de don Octavio en los días precedentes y entonces me quedé inmóvil, sin atreverme a mirarlo, con la vista clavada en el lugar por donde debía aparecer el desconocido cuya identidad debía averiguar. Y el desconocido apareció, a la misma hora que las dos veces anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya no quise dilatar más el asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo soy Ulises Lima, poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista que queda en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre no me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio, había estado consultando índices de más de diez antologías de poesía reciente y no tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en donde están censados más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no me sonaba para nada. Y entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor que está sentado allí? Y el dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía asegurarme): ¿quién? Y el dijo: es Octavio Paz. Y yo le dije: ¿quiere venir a sentarse con el un ratito? Y él se encogió de hombros o hizo un gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos encaminamos al banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer una presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real visceralista Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba al tal Lima a tomar asiento, dijo: real visceralista, real visceralista (como si el nombre le sonara a lago), ¿no fue ése el grupo poético de Cesárea Tinajero? Y el tal Lima se sentó junto a don Octavio y suspiró o hizo un ruido raro con los pulmones y dijo sí, así se llamaba el grupo de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo así estuvieron callados, mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de ser sincera. A lo lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo que me puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de preguntarle a don Octavio que grupo era ése y si él los había conocido. Lo mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces don Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo Clarita, para cuando los real visceralistas yo apenas tenía diez años, esto ocurió allá por 1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste dijo sí, más o menos, por los años veinte, pero lo dijo con tanta tristeza en la voz, con tanta... emoción, o sentimiento, que yo pensé que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo que hasta me mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la mañana y el Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco más próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de paso me llevé la lista que había hecho con los nombres de la s últimas generaciones de poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el último, no estaba en ninguna parte Ulises Lima, puedo asegurarlo. ¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, toleranre. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las alidas del parque. Los vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres se acercaban a nosotros. Vámonos, Clarita, oí que me decía don Octavio.
..... Al día siguiente, tal como esperaba, nos fuimos al Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las diez de la mañana y estuvo preparando un artículo que debía publicar en el próximo número de su revista. En algun momento me entraron ganas de preguntarle más cosas sobre nuestra pequeña aventura de tres días, pero algo en mi interior (mi sentido común, probablemente) me hizo desistir de la idea. La scosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo, que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la ignorancia. Una semana después, aproximadamente, él se marchó con la señora para una serie de conferencias que debía pronunciar en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los acompañé. Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido con la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más bien oculta tras unos arbustos, con una vision perfecta, eso sí, del claro en donde se encontraron por primera vez don Octavio y el desconocido. Los primeros minutos de espera mi corazón iba a cien. Estaba helada y sin embargo, al tocarme las mejillas la impresión que tenía era de que de un momento a otro la cara me iba a explotar. Después vino la desilusión y cuando me marché del parque, a eso de las diez de la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía feliz, aunque no me pregunten por qué pues no sabría decirlo.









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