EL ESCLAVO REBELDE DE MIGUEL ÁNGEL
“A propósito de justicia, tenemos que darnos prisa: me espera una ejecución. Tiene suerte Rufio de que me haya entrado el apetito. (Confidencial). Rufio es el caballero que va a morir. (Pausa). ¿No me preguntáis por qué va a morir? (Silencio general. Entre tanto, los ESCLAVOS han traído víveres.). Vamos, veo que vais haciéndoos inteligentes. (Mordisquea una aceituna). Habéis terminado por comprender que no es necesario haber hecho algo para morir.”
Camus, A.: Calígula
Como el desdichado Rufio moriría sin remedio a manos de Calígula, el Esclavo rebelde (denominado así por los postrománticos) estaba condenado a morir por las manos de su creador, Miguel Angel, sin comprender porqué no era necesario haber hecho algo para morir. La escultura, una de mis predilectas, fue concebida junto a la del Esclavo agonizante y el Moisés como los principales cuerpos escultóricos para la tumba del Papa Julio II.
Los dos esclavos nacieron en 1513. Representan dos muchachos jóvenes de tamaño superior al natural (miden unos 2,20 m.) y fueron ideados para ser colocados, cada uno, frente a una pilastra-hermes, donde el espectador tendría que imaginar que se ataban las ligaduras que sujetan sus torsos.
Aunque el destino de ambos “hermanos” fue el mismo, la razón de sus vidas y de sus muertes es bien diferente. El Esclavo agonizante o moribundo, como prefieran, está concebido para que se le mire de frente. Da la impresión de estar desperezándose, como si “comenzara a despegar su fuerza”. Miguel Ángel lo concibió como el símbolo de una corporeidad que deja a un lado cualquier tipo de psicología. Cuanto más nos acercamos a él, más se agudizan los cambios en un perfil donde se precipitan líneas en fluida cascada.
Al Esclavo rebelde, por el contrario, le espera la esquina izquierda del monumento (si lo miramos de frente). Está predestinado para que se le mire diagonalmente, es decir, en el arco de 90º que forman nuestros pasos cuando giramos en torno al monumento. Sus ataduras, que cruzan el torso del reo, nos pasan desapercibidas: su figura parece estar sometida a una fuerza que logra inmovilizarlo, algo así como un prisma invisible en el que más tarde reconoceremos la forma original del bloque de mármol antes de que Miguel Ángel comenzara a esculpir. Pero lo que más me atrae de esta última obra es, quizás, una visión literaturizada de entender su existencia a través de su forma. Me explico.
Ambas obras están inacabadas. Pero mientras que parece que el Esclavo agonizando ha asumido su fin, el otro se revuelve entre sus ataduras (los lazos y la piedra misma) sabedor de su fatal destino. Como el Sísifo de Camus, nuestro esclavo está condenado, esta vez por su Creador, al intento de desembarazarse de la piedra que lo sujeta y sin la cual no podría haber sido creado. Quiere ser estatua, escultura terminada por su Dios, eternidad a los ojos de los hombres que contemplarán, ¡oh fatalidad!, su esclavitud por los siglos de los siglos.
No puedo pensar en destino más cruel para una escultura que permanecer inacabada para siempre, irremisiblemente sujeta a su defectuoso origen: una veta de la piedra le cruza el rostro y el cuello diagonalmente.
Orfandad silenciosa que clama por su libertad. Esclavo abandonado por el Padre, esclavo de la materia, esclavo sin sueños.
Ser incompleto ¿acaso no lo somos todos?
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